Manuel López Hueso

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La sonrisa del lobo (® Todos los derechos reservados.

PARTE I

La adolescente avanzaba por el paraje neblinoso perdiéndose como una mota de polvo en un armario antiguo, protegida del frío y de la humedad tan solo con un abrigo rojo que le estaba algo grande, el cual la parapetaba de las gotas de rocío que caían como flechas de un arquero apostado en las almenas de una torre en las que es difícil ver quien dispara.


Su pelo, rojo como el amanecer de la Toscana se perdía con el rojo del abrigo, no sabiendo hasta donde terminaba el cabello y empezaba la pelliza. Su rostro parecía un universo en calma. Por la piel blanquecina de su cara se dejaban entrever tímidas pecas a modo de estrellas parpadeantes. El contraste de tonalidad entre la blancura de su rostro con pequeñas salpicaduras de un marrón rosáceo la hacía única en su aldea.


Con la vista perdida en sus pasos que recorren un sendero de un verde intenso con tonalidades ocres a los lados, se va metiendo a cada paso en el interior de sus pensamientos. La espesa vegetación parece querer flotar por los extremos del camino de tierra que tantas pisadas han aguantado a lo largo de los años.

La senda parece tener vida propia. Árboles balanceándose al compás de una suave brisa en las que ella es testigo de esa danza mística cuya música está sonando en los acordes lejanos de las nubes.

Aunque ahora este sendero no esté muy transitado si lo estaba hace un tiempo, donde la zona se llenaba de toda clases de personas con una sola dirección errante. Hoy todo eso es un vago recuerdo en la mente de los mas mayores de la aldea.


El olor a eucalipto la hace parar un momento para llenar de oxigeno sus pulmones. Una sensación de frescor le recorre su interior a cada bocanada. En casa solo respira el humo a tabaco rancio que fuma su padre y rara vez se sienta en el pórtico de casa a leer sus relatos que salen de su imaginación. Ni esas barritas de incienso barato que ponen puede camuflar ese perfume de cigarrillo amargo que se agarra al interior de la garganta.

  - Algún día seré la mejor escritora que ha dado nunca Galicia – fantasea mientras reanuda la marcha al tiempo que se acomoda la mochila de tela vaquera que lleva a su espalda.

Una tapa dura de algún libro que lleva se le clava en el riñón.


En su lado derecho, y perdiéndose en un desnivel, un antiguo arroyo parece acompañarle en su camino. El sonido del riachuelo que baña la comarca le hace sumergirse mas en la creatividad de los relatos fantásticos sobre princesas en apuros y valerosos caballeros que rescatan a su damisela.

Se imagina al bosque tomando vida propia como si fuera otro personaje mas de la historia.

De vez en cuando algún peregrino se deja asomar por esos parajes, aunque hoy parece estar mas desierto que de costumbre.

El sonido del motor de un avión le hace levantar la cabeza sin conseguir ver nada mas que ese vapor frio que la atrapa. Hasta donde le alcanza la vista solo puede ver la atmósfera blanquecina similar a la harina en suspensión que deja su padre cuando hace galletas en la cocina.

Nunca fue un buen cocinero como si lo fue su madre.


Un escalofrío húmedo le recorre todo su cuerpo haciendo que vuelva a la realidad. Hay tanta humedad en el ambiente que hasta sus castillos se convierten en lagos. Se pone la capucha de la prenda con brusquedad. Unas gotas aventureras habían caído ya sobre su pelo y se deslizan sin control por su cara. Son rápidamente frenadas por la manga roja de su abrigo.


Antaño en esa época de principios de invierno no eran muchos los peregrinos que se encontraba por el camino, que con su bordón y vieira colgada en las mochilas, grandes y pesadas a juicio de la chica, se adentraban en las profundidades de uno mismo para al final tener un encuentro personal con el apóstol al fin que este les de algo de tranquilidad que le ordenara sus vidas. Por muy caóticas que estas fueran ella las envidiaban. Su monotonía seca como la tierra esperando ser regada la estaba enterrando en vida.

Su alma, deshidratada necesitaba ser rociada con una fuente de motivación.


Su padre regentaba un refugio privado en una pequeña aldea a las afueras de Portomarín, donde además de cobijo daban al fatigado caminante algo de caldo y agua potable. Por toda Galicia proliferaban fuentes del líquido elemento con un cartel que anunciaba del peligro de beber de esa agua no controlada. Los negocios supieron aprovechar esa campaña de marketing para vender botellas de agua a precio de oro. Lástima que todo eso quede ya muy atrás. Hoy pocos son los peregrinos que se adentran por esta zona.


El negocio familiar no estaba en su mejor momento debido a que cada vez se veían menos peregrinos por allí. Tan sólo en los meses de verano parecía remontar algo, aunque hacía meses que no conseguían pagar las facturas.


Debido a los frecuentes incendios forestales las autoridades habían cambiado hace ya diez años, tras la muerte de su madre, la señalización desviando el camino por una ruta más segura.

El negocio se encontraba en el lado antiguo de la senda, donde los vecinos nadaban por sobrevivir al golpe repentino.

Su padre y abuelo se habían provisto en su día de un buen cubo de pintura amarilla y pintado rutas alternativas para paliar los efectos de esas crisis. La aldea necesitaba de gente que la sustentase. Cada vez eran mas los aldeanos que empacaban sus pertenencias y se marchaban a la ciudad a llenar sus vidas de algo de oxígeno fresco.


Una brisa de aire frío la empezó a sobrecoger así que se abrochó el abrigo hasta la barbilla, casi hasta notar en sus labios la cremallera de la prenda, y se agarró a las asas de la mochila que llevaba colgada en su espalda.

Algo muy importante debía de llevar en ella a juzgar por como la trataba.


Los cinco kilómetros que separaban su casa de la de su abuela les eran familiares. Cada piedra, cada árbol, cada poste con la característica flecha amarilla que se mostraba desdibujada sobre postes de piedra, señalando como si de una brújula se tratase a la catedral de Santiago, las conocía como si fueran amigas de toda la vida.

Y es que a sus dieciséis años ya había recorrido ese camino infinidad de veces, la mayoría acompañada de su padre que hoy debía quedarse a preparar el desayuno a un grupo de chavales que habían pedido cobijo la noche anterior, los primeros que venían desde hace ya dos meses. Parecían educados y atractivos según observó la niña que ya había entrado en el ecuador de la pubertad.

Los chicos habían empezado la ruta en Roncesvalles, Navarra, en bicicleta según les contó uno de ellos. Le llamó la atención que uno de esos chicos tenía un ojo de diferente color, el derecho de un verde esmeralda, el izquierdo marrón como la tierra que estaba pisando sus botas.

La noche anterior, mientras cenaban unos bocadillos, pudo observar como el chico de los ojos bicolor escribía unos poemas improvisados en una arrugada libreta. Los ojos, grandes pero perfectos en su medida, de distinta tonalidad parecían estar conmoviéndose a cada palabra que añadía el chico en el cuaderno.

El chico le sonrió al darse cuenta que ella lo estaba mirando. Ella fantaseó en cierta medida ser como ese chico que tenía la libertad de elegir su caminar, no como ella. 


Pensaba, que de existir algún Dios, por algún extraño capricho, le había hecho nacer en una aldea de unos pocos habitantes, cada vez menos, y siendo criada desde los seis años por su padre al fallecer su madre. Solo conserva una fotografía de ella en su cartera.

Por casa no hay retrato alguno de su progenitora, salvo en el dormitorio de su padre.


Todavía guarda el sabor amargo de ese despertar donde vio a su padre arrodillado junto al cuerpo de su esposa tumbada en la cama.

Al pobre hombre le costaba mantenerse de pié. Parecía estar rezándole al cuerpo inerte de la que fue su compañera de viaje. De la infancia de su madre no sabe mucho. Tan solo que nació en el País Vasco y que conoció a su padre cuando este visitó el pequeño pueblo donde vivía.


Al parecer la familia de su madre no era muy querida en la zona. De ella había heredado el color rojizo del cabello y muchos vecinos lo asociaban al demonio.

Ambas eran únicas en donde vivían.


Pronto ese noviazgo fue consolidándose hasta convertirse en matrimonio. Se casaron por un extraño rito. Por casa no guardan ninguna fotografía del enlace, ningún documento. En el libro de familia tan sólo registran que son sus progenitores.


Con el dinero de la dote abrieron una posada en una de las mejores rutas del Camino de Santiago, lugar de nacimiento de su padre, y pronto vieron grandes beneficios en la maltrecha economía familiar. La posada era grande, de tres plantas siendo la principal la destinada a la recepción mas un gran salón que hacía las veces de comedor. Subiendo por unas escaleras se accede a la primera de las plantas, donde estaban las distintas habitaciones y los aseos. La planta alta daba acceso a la azotea donde los peregrinos solían tender la ropa limpia. Cinco lavadoras, enormes, hacían esa función.


El primer inquilino, incluso antes de llegar sus padres, fue un gato encanijado negro que vivía entre las ruinas de lo que era antes eso. Lo adoptaron poniéndole de nombre Atila. Ese “azote de Dios” bufaba a la niña desde que nació esa calurosa mañana de agosto en una de las habitaciones.


El médico que atendió el parto quedó sorprendido por el rojizo del cabello de la pequeña que sostenía en sus brazos mientras lloraba como una alarma contraincendios. - Parece una antorcha encendida – dijo su padre al verla por primera vez con ese pelo tan rojo como el fuego.


Los años fueron pasando. La niña crecía rápidamente y a sus padres parecía irles bien. Mientras el padre se dedicaba a atender el negocio, su madre quedaba con tres amigas de su infancia que se habían afincado todas juntas en una casa cercana con la excusa de ayudarla con la niña.

Al decir verdad eran muy raras. Vestían con una especie de túnica hasta los pies de colores muy vivos. Su pelo parecía el nido de una golondrina que se resiste a partir de la ventana de algún poeta.


En una ocasión la niña se pudo escabullir de la posada hasta donde se reunían esas extrañas mujeres con su madre. Era una casa antigua, de madera vetusta. Desde fuera parecía un monstruo con dos ojos por ventanas y una boca roja que invitaba a entrar. Fuera, como vigilando la entrada, unos cuantos gatos oscuros de pelaje montaban guardia quizás esperando que le lanzaran las sobras de la cena. El olor a orín felino era tan fuerte que la niña hasta dio una arcada.

No le costó trabajo abrir la puerta roja y adentrarse por la cavidad bucal del ente. Todo estaba en una oscuridad inquietante.

Una mezcla a infusión de hierba amarga y café inundaba toda la casa. Siguiendo el extraño aroma avanzó hasta una pequeña sala de estar con la puerta entreabierta. En su interior estaba su madre acompañada de esas raras mujeres. Varias velas iluminaban la estancia con un destello parpadeante.

La sombra proyectada en la pared de las mujeres parecía querer dibujar contornos de algún animal. La niña entornó los ojos. Le pareció ver una quinta sombra con unos cuernos tan grandes que llegaban hasta el techo.


En medio, sobre una mesa, un caldero enorme que a juzgar por el burbujeo constante del agua acababa de ser sacado de algún fuego que ella no veía.

Debajo de esa gran olla un sinfín de plantas, hojas secas, pieles de serpiente disecadas o algún ratón muerto.

Una de esas mujeres bebió un buen trago de una botella que tenía cerca y escupió sobre el interior del caldero.


La niña contempló asombrada como del interior salió un humo verde que fue elevándose hasta el techo cambiando a un marrón oscuro hasta que desapareció.

La sombra con cuernos parecía estar bailando mientras se difuminaba por la pared. Del interior del recipiente empezaron a salir toda clase de insectos, cucarachas tan rojas como su cabello, arañas peludas con unas interminables patas que tamborileaban sobre la mesa y el suelo una melodía siniestra.

Su madre y las mujeres empezaron a recitar algo en euskera con las manos entrelazadas las unas con las otras y el caldero empezó a hervir con mas intensidad. Los insectos seguían saliendo como si fueran un ejército que se había propuesto invadir la habitación.


La niña, agazapada, no pudo evitar lanzar un grito cuando una de esos engendros con patas se le subió encima de su diminuto cuerpo.

La madre y sus amigas rápidamente cesaron el recitar y una de ellas descorrió unas sucias cortinas dejando que la claridad fuera conquistando los rincones oscuros de la sala.


Cuando toda la habitación estaba iluminada no había ni rastro de insectos, y dentro del caldero el agua se mecía tranquila.

Ese fue el pequeño pacto entre madre e hija. Ambas guardarían el secreto por siempre. Ninguna de las dos sacó nunca el tema, y la niña jamás volvió a presenciar nada parecido.

Hasta que un día llegó a pensar que todo lo vivido era producto de su imaginación, que no tenía límites.


Todo cambió unos años después, cuando la madre aseguraba que una presencia demoníaca la estaba persiguiendo. Afirmaba que su dormitorio acabaría por matarla.

Cada día se levantaba temprano, antes de la salida del sol.

Le pidió a su esposo que durmiera en otra habitación de las tantas que había en la posada. Accedió a regañadientes.

Escoba en mano limpiaba todo el dormitorio, cambiaba los muebles de sitio. Un día la cama era trasladada enfrente de la ventana, la mesita de noche a los pies del somier. El armario en el fondo derecho, el escritorio al lado de la puerta. Al otro día vuelta a cambiar todo. Se pasaba todas las horas del día paseando el mobiliario de un lado a otro y limpiando tan a fondo que hasta las baldosas habían perdido el brillo natural. Algún peregrino se quejó a su padre por el ruido nocturno del arrastrar de muebles.

  - ¡Parece que mueva cadenas!... Necesito dormir para seguir el Camino – le dijo uno en su día.


Su marido le llevaba comida a diario, y a diario retiraba la bandeja igual de llena. No probaba bocado. No salía de la habitación. El gato, al que tanto cariño le tenía la mujer, tuvo que ser llevado a casa de los padres de su esposo. La niña se alegró de tener lejos al animal. Nunca lo quiso.


El médico le aconsejó a su padre que lo mejor sería llevarla a un centro psiquiátrico de la capital, pero el no quería separarse de ella.

  - Yo me encargo doctor. Seguro que mejora – era su consigna preferida cada vez que el médico sacaba el tema del traslado 


Los meses fueron pasando hasta que la profecía de su madre se cumplió.

Ese dormitorio acabó con su frágil vida esa mañana.

La noche antes, como presagio quizás de su destino, la madre pidió a su hija que se acercara. Su pelo rojo dejaba asomar unas canas anaranjadas. Sus muñecas eran finas y sobre el camisón blanco se notaba su delgadez. Conservaba esa sonrisa que siempre tuvo pero llenas de surcos marchitos. Parecía tener mas años de los que tenía realmente.

  - Tienes el don. Nunca lo olvides – fue lo único que le dijo a la pequeña para girar su cabeza y echarse a dormir.


Su madre falleció pensando que era una meiga de esas que salían por las calles hacía siglos a hacer extraños pactos con el demonio. Los médicos fueron mas realistas, esquizofrenia paranoide.

Esos insultos de sus anteriores vecinos que la asociaban con el demonio quizás hicieron estragos su debilitada mente, pensaba la niña. Si hubiera vivido en el siglo XV tal vez esos mismos vecinos la habían arrojado viva a una hoguera hasta ver consumidos sus huesos en cenizas. ¿Cuantas mujeres acusadas de brujería habían sucumbido al poder sanador del fuego sin la mínima defensa de la condenada?.

La salud mental es algo que no se toma en serio, ni antes ni ahora, se lamentaba la chica.


Sus amigas se marcharon de la noche a la mañana y con ella los gatos que custodiaban la mansión. Y por extraño que parezca, al desaparecer los gatos desaparecieron los peregrinos.


Durante meses unos incendios atroces asolaron la zona. La niña se asomaba por la ventana a ver los hidroaviones cargados con agua de color que era tirada sobre algún que otro foco activo. Jamás cogieron al pirómano que supuestamente producía esos incendios. Fallecieron dos peregrinos, uno de ellos asfixiado, el otro lo encontraron meses después de su desaparición calcinado.


Las autoridades gallegas optaron por desviar la ruta por otro camino libre de vegetación seca. Poco a poco los peregrinos dejaron de pisar la aldea, incluso con esas flechas amarillas que repintaban su padre y abuelo.



Continúa en parte 2. 

PARTE II

Algún día saldrá de esa aldea a recorrer como esos peregrinos el mundo, a vivir experiencias, a enamorarse, a sufrir por amores imposibles y a soñar despierta sin límites. No quería enloquecer como su madre que no conoció mas mundo que su País Vasco natal o esa aldea apartada del mundo.


Se sentía prisionera de la realidad. Añoraba con ver la luz de fuera de ese sitio oscuro y siniestro.


Metiéndose una de sus manos por el bolsillo del abrigo, conviviendo en el habitáculo de tela con su teléfono móvil, saca unos auriculares mas liados que las zapatillas romanas que utilizaban los legionarios y empieza a desenredar las entrañas del cable con la precisión profesional de alguien que no es la primera vez que lo hace. Del otro bolsillo saca un reproductor de música pequeño donde lo enchufa. Sus auriculares pronto suenan a toda pastilla una canción de Los Beatles, razón por la que seguramente no escuchó el crujir de unas ramas detrás suya o el pedaleo constante de alguien que se acercaba.


El bosque parece querer avisar a la chica que unos ojos brillantes y amarillos se perciben a través de las nubes bajas que arropan la escena. Una llovizna tan fugaz como los amores primaverales desapareció a los pocos minutos de empezar dejando la tierra mojada y ese olor de nombre casi impronunciable que deja la tierra húmeda, petricor, mezcla de arena y demás sustancias de la vegetación que hace que la chica se sienta bien, relajada.


Si afina un poco el olfato puede incluso oler los excrementos de las vacas de Ramiro, el ganadero, que por allí pasan a diario.


Se quita un auricular. Le extraña no escuchar el tintineo de los cencerros de los animales.


Quizás, con este tiempo, el hombre no las saca a pastar. Seguía caminando por el sendero cuando notó que una mano le frenaba agarrando su mochila.


Asustada se giró con la suficiente rapidez como para sorprender incluso a la persona que tenía detrás.


Por causa del movimiento los auriculares salieron de sus orejas quedándose colgados por el cable. La música sonaba suspendida en el aire. Los ojos de la chica se quedaron clavados en los de él, que parecía mas impresionado que ella.


Era el chico del albergue, pero parecía como que esa mañana no se había despertado con ese atractivo natural que tuvo la noche anterior. Mientras una mano le agarraba, no con mucha fuerza el asa de la mochila, la otra la tenía sujetando el manillar de la bicicleta haciendo equilibrios circenses para no caerse al barro. -


   - ¿Qué haces aquí sola?. Una chica tan guapa como tu no debe andar sin compañía. - unos dientes amarillos se dejaron entrever a través de la sonrisa que le ofreció.


La cara ovalada del chico no conjuntaba con el pelado de estilo militar norteamericano que llevaba. Una barba de unos días dejaban entrever unos pelillos como pelusas.


La mirada del muchacho parecía como pérdida, mientras que su rostro reflejaba tranquilidad. Estaba rapado, de piel tostada con los ojos saltones que parecían se iban a salir de la cuenca ocular en cualquier momento.


La chica no podía evitar mirar esas dos bolas que tenía por ojos que miraban nerviosos a todas las direcciones posibles, e imposibles, para unos ojos humanos. Tenía incluso la duda que fuera la misma persona que escribía poesía en el patio del albergue, de no ser por la heterocromía de los iris.


Aunque hacia frío iba con una camiseta de mangas cortas que le quedaba ajustada, mostrando unos bíceps desarrollados. En el antebrazo derecho un tatuaje de un lobo asomaba como queriendo morder.


   -Voy a casa de mi abuela – dijo al fin al comprobar que el chico no presentaba una amenaza.


   -¿Tan lejos vive ella?. - la mirada del chico se perdió por el final de la arboleda intentado adivinar el sendero que se perdía a través de la niebla.


   -Realmente no vive tan lejos, si contamos que en coche se tarda quince minutos en llegar por la carretera. - respondió mientras recogía los auriculares.


   -Ya, pero vas andado, no en coche. – los ojos del muchacho la miraron de arriba abajo.


   -¿Qué miras? – cortó la chica que se sintió algo incómoda.


   -No pienses mal de mi mujer... Estaba viendo que estas en forma y que para ti no será tan difícil llegar. El pueblo más cercano está a algo menos de cinco kilómetros según el mapa. Si quieres te llevo en la bici.


   -No, déjalo. No hace falta. Gracias de todas maneras. - dijo mientras apartaba la mano del chico de su hombro.


   -Y tú abuelo.. ¿vive aún?. La chica dudó unos instantes si responder o no al joven.


   -Murió el año pasado – la mirada de la chica bajó momentáneamente – mi abuela vive sola, además no tiene vecinos alrededor en dos kilómetros. Es la primera casa de la aldea. Mi abuelo tenía allí un bar justo debajo de su casa. - la chica se arrepintió de haber sido tan sincera con un total desconocido.


   -Pobre.. Bueno si no quieres que te lleve no pasa nada. Nos veremos en el albergue luego y te enseño un poema que escribí. Que te vaya bien la mañana. - el chico se montó nuevamente el la bicicleta.


   -Gracias, igualmente – respondió ella, que quería zanjar ya la conversación y volver a sumergirse en las letras de Los Beatles que seguían sonando por los auriculares en sus manos.


   -Por cierto, no recuerdo tu nombre. - los llamativos ojos saltones se posaron nuevamente sobre ella.


   -Tampoco te lo dije… - dijo mirando a los lados como esperando que algún vecino o peregrino saliera y la librara de ese chico tan cargante.




El muchacho se daba cuenta que su presencia importunaba a la chica. Le contestó con una sonrisa de color del ámbar mientras se montaba en la bici y se marchaba por el camino que antes había recorrido.

Otros ojos parecían estar esperando al chico ocultos entre los árboles.


   -Menudo personaje – murmuró mientras se volvía a poner los auriculares y observaba como la bicicleta se perdía nuevamente por la vegetación.


El resto del camino lo hizo sin más interrupciones. A mitad de camino la densa niebla fue disipándose para mostrar el camino que a modo mágico se dibujaba nuevamente delante de ella.

Unas nubes negras empezaron a asomar entre las coníferas saludando a los árboles.


Deseaba llegar antes que la tormenta se desatarse por completo. Era normal que primero lloviznara algo para que luego, la furia de los dioses, descargaran un aguacero que ni Noé con su arca.



Las frías gotas caían nuevamente con más fuerzas que impactaban con golpes secos sobre la tela del abrigo.

Puso una funda verde impermeable cubriendo la mochila. Lo que quisiera que llevara en ella era algo muy importante para ser protegido.


Respiró aliviada cuando vio una edificación antigua, con dos puertas de acceso. En una, clausurada ya, se podía leer aún: “Bar Chan ete, espec lidad en boc dillos y t pas”. El letrero estaba negro por la corrupción del tiempo y algunas letras se habían caído formando parte del terreno. Una letra a se asomaba entre un poco de hierba.


Al lado, en una de las jambas de madera podrida de la puerta, una desgastada flecha amarilla parecía estar dando la bienvenida al fatigado caminante imaginario de años atrás.

Era indicio de lo que fue antes esa ruta que debió ser transitada por miles de personas que entraban por esa puerta a reponer algo de fuerzas.


Apresuró la marcha para llegar ya que la lluvia estaba empezando a apretar. No le prestó mucha importancia al hecho de que la puerta del bar estuviera entreabierta ya que su abuela la estaba esperando. Tampoco vio apoyadas en un árbol próximo tres bicicletas llenas de barro.


   -¡Yaya!.. Ya estoy aquí – gritó mientras subía por las escaleras.


La puerta que conectaba con el bar estaba abierta del todo. Fue subiendo hasta la primera planta del inmueble a pasos ligeros poniendo especial cuidado en no caerse ante la oscuridad reinante. Tal era la negrura de los peldaños que tampoco vio unas huellas marrones que compartían su mismo caminar.

Al poco ya estaba en el piso superior. Estaba todo ordenado con el olor característico a cerrado o a que desprenden los libros antiguos al ser abiertos.


Se aproxima a una de las ventanas levantando una pesada persiana. Una gran claridad entra de golpe al salón de la vivienda. Un sofá antiguo enfrente de una mesa camilla con un pequeño mueble de madera donde reposaba una televisión con mas polvo que canales acompañado de unos diez, quizás mas, marcos con fotografías de todas las tonalidades.

Deja la mochila en el sofá para aproximarse al dormitorio de su abuela.


"Seguramente estará descansando"... piensa mientras recorre un pequeño pasillo que da directamente a la alcoba de su abuela.


En la cama estaba sentada y a medio tapar la anciana, con la mirada pérdida resaltando las arrugas de tanta vida en su piel. Sobre su cabeza unos improvisados rulos que se había puesto que tapaban los audífonos que llevaba.


   -¿Yaya, estas bien?.. la chica estaba empezando a preocuparse al ver que su abuela no salía de la cama.


   -Si.. No es nada.. sólo me duele un poco la cabeza hija – la abuela desviaba la atención de sus ojos de forma nerviosa hacia un pasillo que daba a la derecha.


   -Te noto rara. Llamaré a papá para que te lleve al médico – dijo sacando el móvil del bolsillo de su abrigo.


   -No déjalo. No le preocupes. Estoy bien – dijo con la voz quebrada. La mirada de la anciana parecía como suplicando algo a alguien imaginario.


Marcó el teléfono de su padre y esperó pacientemente que este lo cogiera. Nadie desde la otra línea contestaba. Probó por llamar al fijo con el mismo resultado.


Tras varios intentos optó por guardar nuevamente el teléfono.


   -Estará liado. Tenemos gente en el albergue. ¿Te puedes levantar? - la chica se aproximó a su abuela con la intención de incorporarla.


   -Estoy mejor así. Vete a la farmacia por algo. ¡Rápido!.


La farmacia mas cercana estaba a tres kilómetros de allí, por lo que el abandonar ahora a su abuela no estaba entre sus planes.


La imagen de su madre le nubla el pensamiento. No iba a permitir que su abuela enfermase por no tener asistencia sanitaria.


   - Mejor llamo al médico – empezó a buscar en la agenda de su teléfono el contacto del doctor.


Un sonido proveniente del salón sobresaltó a la chica.


   -¿Qué fue ese ruido? – dijo dirigiéndose hacia el pasillo.


Cuando estaba a punto de meterse por el oscuro pasillo que terminaba en un gran patio apareció corriendo Atila. El gato bufó a la chica cuando la tuvo delante suya.


   -Vaya susto que me has dado cabroncete – dijo dando de nuevo la vuelta hacia su abuela. - Nunca me gustó este gato.


   -Hazme caso hija. Es mejor que vayas a la farmacia a por algo. No llames al médico.


La chica dejó el teléfono sobre la mesita de noche que se empezó a iluminar al recibir un mensaje de una tal Sara.


   -Pero dime antes como te sientes. Necesito saber que decirle al farmacéutico. - la mano de la chica fue hasta la frente de su abuela para ver si tenia fiebre.


   -Sólo dile que me encuentro mal… y que venga con ayuda – esto último lo dijo con un susurro casi imperceptible.


   -Yaya, te noto los ojos muy abiertos. - dijo viendo la expresión asustada de su abuela.


   -Son para ver mejor a mi nieta. ¿Cuanto hace que no te veo?.


   -Pero si no dejas de mirar al pasillo. En serio que me estás preocupando.


   -Es para escucharte mejor – dijo señalándose el audífono que tenía en el oído izquierdo - Ya sabes que a mi edad los sentidos fallan. Además huelo por si me he dejado el gas abierto. Estoy ya algo despistada.


   -Yaya, te noto muy rara. ¿Quieres que llame a una ambulancia? - los dedos de una mano de la chica tocaron nuevamente el teléfono.


   -No, llama a la Guardia Civil..- lo dijo en un tono demasiado bajo para ser oído por nadie.


   -No me he enterado de lo último Yaya. Dímelo más fuerte. ¿te duele la boca por la dentadura?.


No hubo tiempo de respuesta. Del pasillo salieron tres chicos, los huéspedes del albergue del padre. Uno de ellos era el joven que la había parado en el camino antes. Portaba un cuchillo grande de cocina, por donde se reflejaba a modo de espejo toda la habitación.

En conjunción con su expresiva mirada de huevo le daba un aspecto sádico al chico.


   -¿Qué queréis? ¿Qué hacéis aquí?- preguntó temerosa la chica que se abrazaba a la abuela.


   -Venimos a divertirnos un poco - dijo el mas feo de ellos.


   -A comerte por partes empezando por los pies. Te gustará- dijo otro.


   -Nos pedirás que no paremos ya verás. - terminó el que portaba el arma.


   -Dejad que se vaya. Hacedme lo que queráis a mi pero dejad que la niña se vaya. Os lo suplico – la abuela ya se había incorporado y abrazaba con fuerzas a su nieta.


   -¿Y que quieres que hagamos contigo vieja?. Lo que tenemos pensado es para tu nieta y nosotros tres. ¡Tu nos sobras vejestorio!. - los colmillos amarillentos del chico asomaban entre la comisura del su boca. -La trataremos bien. Ella sólo tiene que tumbarse y nosotros hacemos el resto.


   -¡Venga!.. ¡Quítate ese abrigo rojo que llevas!. - ordenó el primero agarrando la manga de la prenda que la joven llevaba con tanta fuerza que le hizo levantarse.


La chica se aferraba asustada a su abuela con una de sus manos. No sabía que hacer. No tenía fuerzas para enfrentarse a ellos, además de estar armados eran tres y más fuertes que ellas dos.



La sola idea de ser violada por ellos la paralizó y sacando todo el aire de sus pulmones gritó con fuerzas.


   -¡Ayuda!..¡Socorro!. - las lágrimas salían por sus ojos de forma desenfrenada.


El chico del cuchillo se empezó a reír, actitud que fue luego repetida por los otros dos. La chica no dejaba de gritar mientras intentaba zafarse de la mano del chico que la tenía agarrada.


   -¿De verás crees que alguien te escuchará?. - posó el filo del cuchillo sobre la cara de la chica- Tu misma dijiste que aquí no hay nadie. No debes confiar tanto en un desconocido que te asalta en mitad del bosque niña. Pero ya es demasiado tarde, ¿No crees? - la sonrisa amarillenta del chico se asomó en todo su esplendor.


Los tres se abalanzaron sobre la chica y su abuela y empezaron a golpearla fuertemente. Un primer golpe fue directo a la barbilla de la abuela que intentó proteger vanamente a su nieta de la golpiza. De nada le sirvió, ya que un segundo y tercer golpe impactaron contra el estómago y espalda de la chica que ahora estaba tumbada protegiendo con su cuerpo a su abuela.


   -Será mejor que no te resistas. Hazme caso. - por los dientes amarillentos empezó a emanar saliva.


La chica se protegía como podía e intentaba parar con su cuerpo los golpes que le daban a su abuela.

Aún así no dejaba de pedir ayuda a gritos a cada golpe dado.


  - ¡Nadie te ayudará idiota! - dijo mientras lanzaba el abrigo que le habían conseguido quitar a base de puñetazos.


Vio como su cartera salía de uno de los bolsillos dejando caer todo su contenido sobre el suelo.

La cartera se abrió dejando monedas y demás pertenencias exparcidas por la superficie.


La foto de su madre parecía estar mirando a su hija. Un extraño sentimiento se apoderó de ella.


Cierra fuertemente los ojos recordando el rostro de su progenitora. Algo en ella seguía aún creyendo que tenía ese extraño don que le habló en esa cama llena de sudor y olor a muerte.


Notaba que el augurio que su madre le dio horas antes de fallecer no se estaba cumpliendo.

De haber tenido algún tipo de don particular hubiera previsto las intenciones del chico cuando la abordó en medio del camino. Pero ya todo parecía tarde.

Por la puerta hermética que deja sus ojos se escabulle una lágrima caliente que recorre la mejilla hasta la boca. Puede sentir el sabor a salado de la gota.


Sin abrir los ojos se abraza fuertemente al cuerpo de su abuela esperando algún golpe de gracia que le quite el sufrimiento y la lleve en brazos de su madre.

   -Te equivocas.. ¡levantad las manos!. La voz provenía de la puerta.


Una pareja de la Guardia Civil, pistola en mano, les daba el alto. Aprovechando el sonido de los gritos de las dos mujeres, la pareja del instituto armado habría entrado en la vivienda sin ser escuchados por los agresores.


El del cuchillo se tiró encima de uno de los agentes cuando se escuchó el sonido sordo de un disparo.

Todo fue muy rápido, del disparo inicial le siguieron dos más que impactaron todos en el del joven del cuchillo.


Los otros intentaron escapar pero fueron interceptados por otra patrulla que acababa de llegar al lugar de los hechos. La chica seguía con los ojos fuertemente cerrados. No sabía lo que había ocurrido cuando se arriesgó a abrirlos.


La imagen la dejó desolada por un lado y tranquila por otro.

En el suelo, el cuerpo inmóvil del chico descansaba, tendido boca arriba, sobre un gran charco de sangre.


No sabía si era producto de su imaginación, pero el chico había adquirido nuevamente el atractivo personal que tenía.

El lobo de su brazo estaba siendo tapado por el rojo escarlata que brotaba del cuello y el torso, iluminado por el destello azul de los coches policiales de la entrada que entraban por la ventana.

La foto de su madre estaba impregnada de la sangre del lobo. Todo había acabado. La chica se abrazó a uno de los agentes que milagrosamente estaba allí.


Ella se preguntaba como la casualidad había conducido allí a la Guardia Civil. El agente con un nudo de garganta la abrazó. Su abuela lloraba mientras la ayudaban a incorporarse de la cama.Por su pelo canoso aún permanecian agarrados dos rulos que se resistian a caerse.

Tenía sangre por la boca y nariz. Al día siguiente los periódicos de la zona daban eco a la noticia:

Posadero y ganadero mueren supuestamente a manos de unos peregrinos.” El dueño del establecimiento encontró a los jóvenes consumiendo sustancias estupefaciente y les pidió que se marcharan de su negocio. Ante la negativa de estos a abandonar el local, el propietario, llamó a la Guardia Civil.

Fue su última llamada, ya que cuando llegó el Instituto armado encontraron su cadáver tirado en el suelo con multitud de golpes y heridas por arma blanca.

Rápidamente la Guardia Civil montó un operativo de búsqueda por los alrededores y fueron encontrados en una casa cercana, donde tenían secuestradas a una anciana y a su nieta.

Horas después hallaron el cuerpo sin vida de un vecino del anterior, ganadero de profesión, del cual se está investigando si guarda relación que los hechos o no.

Uno de los secuestradores falleció a causa de un tiroteo con los agentes mientras que los otros dos están en los calabozos a la espera de una resolución judicial.. “


Fin... ??


Helena desplazó el cursor del ratón sobre el icono del disquete.


Pinchó y guardó el documento en una carpeta titulada “La sonrisa del lobo”. Luego le dio a imprimir.


Mientras las hojas salían de la impresora produciendo ese ruido mecánico tan característico se fue a la cómoda próxima de la ventana donde tenía una taza de té aguardando ser degustada.


El sabor amargo a flor caliente le hizo reconfortarse.

Esa mañana se había levantado fría. Se asomó por la ventana para ver como un grupo de personas en bicicleta llegaban al albergue.


Dando un buen trago a su taza recogió las hojas del relato que le había mandado su profesora de Narrativa Creativa.

Lo guardó en una carpeta de cartón y lo metió en la mochila. Sacó de un destartalado cajón una pequeña libreta y pasó las páginas llenas de anotaciones. En una de ella encontró lo que buscaba. “EJERCICIO: ELABORAR UN RELATO VERSIONANDO UN CUENTO POPULAR. SE PUEDEN INTRODUCIR DATOS BIOGRÁFICOS SI TE SON DE AYUDA”.


Desenchufó el teléfono móvil de la corriente de carga y tecleó un mensaje de texto a su profesora:

   - Buenos días Sara. En breve salgo. Tengo el relato que me pediste. Me paso antes a casa de mi abuela a llevarle unas medicinas y luego en clase te doy el texto para que lo leas. A ver que tal.


Un triste y antiguo abrigo rojo con capucha descansaba sobre una silla. Podía haber cogido quizás otro mas nuevo que tenía en el armario. Pero tenía prisa y este tenía capucha que le podía ser útil en caso de lluvia.


Se guardó el teléfono en uno de los bolsillos de su chaqueta, junto a un reproductor de música.

Recogió de un caja que tenía encima del escritorio unos auriculares muy enrollados. Ya tendría tiempo de entretenerse en en devolver el statu quo del cableado una vez mas.


Salió de su habitación y bajó unas escaleras.

Vio como su padre, Marcelo, sellaba la credencial de peregrinos al grupo que acababa de llegar.

Su padre fumaba un cigarro casi consumido dejando notas de nicotina mezclada con tabaco. Una varilla de incienso con olor a vainilla se retorcía en una tablilla.


Notó como uno de esos chicos era atractivo aún con unas gafas de sol enormes. Le sonrió y ella le devolvió la sonrisa.

   - Papá, me voy - le dijo dándole un beso en sus mejillas.

   - Cuando llegues me mandas un mensaje. - respondió su padre sin levantar la vista de las credenciales. - Son diez euros por hospedaje, quince con cena – le dijo a los chavales.


Helena dejó a su padre con los peregrinos y salió al jardín.

Encima de la gran puerta un rótulo anunciaba la bienvenida al Albergue “El bordón”.

Otro cartel, mas bajo, señalizaba que a cinco kilómetros se encontraba el “Bar Chanquete, especialidad en bocadillos y tapas”.


Tardó media hora en salir del todo del albergue. Se sentó antes a leer un capítulo del libro que estaba leyendo, “Tierra de brumas” de Cristina López Barrio. La ambientación de la Galicia antigua le hace transportarse hasta un tiempo donde por pensar diferente te señalaban con el dedo.


Respiró hondo y salió por la cancela de hierro que daba directamente al sendero.

Se sacó el cabello rojizo del abrigo mientras se ponía bien la capucha sobre su mochila.


Sobre su cabeza, mas allá de las nubes, un avión surcaba el cielo.

Un frío intenso le recorrió por los brazos hasta el pecho. Notó como la piel se le ponía de gallina.

Los vellos de los brazos querían salir a explorar el mundo afuera del abrigo.


Esa mañana había mas niebla de lo normal, tanto que no se dio cuenta como una de las bicicletas empezaban a pedalear detrás suya.

Ella empezó su camino adentrándose en un sendero de niebla y misterio. -


......



Sevilla, Enero de 2025...

Manuel López Hueso .


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Manuel López Hueso
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