Manuel López Hueso

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LOS GRANDES OJOS AZULES 

Creo que me quiere conocer.


Sus expresivos ojos y la baba en la comisura de los labios no parecen acompañar a las palabras bruscas que parecen querer arrancarme la cabeza de un mordisco en cualquier momento. Las pupilas, grandes y expresivas parecen estar queriendo acercarse un poco más al encorbatado que intenta anotar, con su pluma cara, alguna cosa que le pueda servir de cara al juicio.


Mi oficio de fiscal del Estado me permitía viajar mucho y conocer un sinfín de vidas y ahondar en su sufrimiento. La mayoría de esas pobres almas llevaban una vida miserable, llena de delincuencia, drogas y sexo en oscuros callejones de mala muerte donde da miedo tan solo el asomarse por una de las ventanas que lo vigilan como ojos perversos y pervertidos.


Los conocía a todos… ¿Pero quién me conocía a mí mas allá que era un puto humano intentando rebajar la pena o librar el pescuezo, o una estocada en el cerebro, a alguna que otra raza de las tantas que había?


En el fondo, si me pongo a comparar con esos desgraciados, soy un privilegiado. Hoy en día en toda la galaxia hay mucha miseria. Tan solo algunos planetas,como el mío, Gamman reúne a la «créme de la créme» de la alta sociedad. Coches de lujo, putas que harían quitar el hipo a cualquiera y la mejor droga de todo el universo. Mis padres me internaron en el prestigioso centro de niños mimados «Excelsior» , donde me hice un hombre con aquella profesora de derecho. Mis padres pusieron todo el empeño en pagar mis estudios y en labrarme, a base de sobornos, un puesto como funcionario del nivel 5.. No me puedo quejar, pago mis facturas y conozco a gente.


Mi trabajo se está convirtiendo en tedioso con el paso del tiempo. El nivel de delincuencia ha subido a máximos históricos. El otro día, sin ir más lejos, cosieron a puñaladas a un juez a la salida de su casa. Las autoridades cogieron al agresor, aunque debo decir supuesto agresor, ya que ya hasta que no haya sentencia en firme no podemos catalogar a nadie como tal.. pero con este Yok del norte era distinto. Sus sus grandes ojos azules se quedaron petrificados cuando lo estaban moliendo a palos. La justicia no es igual para todos me temo.


Pero no hablemos de ese pobre infeliz ahora. Voy a intentar resumir mi vida de mierda un poco más.


En el internado era uno de los más aplicados, y sino lo era ya se ocuparían mis padres de pagar los talentos necesarios. Poco a poco, rodeado de razas de todo tipo tuve que labrarme un porvenir, una reputación.. mi nivel académico cayó, pero no así el del matón del centro. De ser un hacha pasé a ser una herramienta mellada que espera ser afilada en cualquier rincón oscuro y apartado del taller.


Debo de decir a mi favor, que la suerte siempre me ha seguido. De tantas peleas que existían en ese internado no participé en ninguna jamás. Me era más práctico posicionarme al lado del más fuerte, y si este caía en combate, poner al alcance de la retórica todo un arsenal de tretas habidas y por haber para salir airoso. Eso fue, sin duda, lo que me sirvió para profundizar más en los estudios legales y defender a Yoks, Mickos y demás calaña de la galaxia.


Todos se limitaban a escupirme, a intentar matarme o a callar como putas. Este Yok que tenía enfrente era distinto, no le entendía ni torta, pero sus grandes ojos azules parecía querer indagar más sobre mí.


Pero al decir verdad había poco que indagar sobre mi. Vivo en un cochambroso piso de mierda a las afueras de la urbe. No tengo mujer, ni gato, ni cerveza en el frigorífico. Tan solo tengo un perro, bueno es un perro callejero pero le tengo hecha una casita de madera en mi jardín donde viene a dormir, cagar o a apalearse con alguna perra, perro o gato de la zona.


El muy hijo de puta cada vez que me ve empieza a ladrar como alma que se lleva el diablo.


Me alimento día si y día también de pizzas precocinadas. Para saciar mi instituto sexual o me doy autoplacer o frecuento el burdel de la Puri, que de pura tiene más bien poco. Me dan igual la razas, con tal de tener un par de tetas me conformo.


Y hasta aquí mí vida de mierda. Pienso que moriré joven y con las botas puestas.


El silencio del Yok me hace volver al presente. Bajo la vista hasta la carpeta azul que tengo en mi lado de la mesa y la cierro antes de leer como se ensañó el hijo de puta con ese juez.


Cincuenta puñaladas en el tórax, diez en la cara y más de una veintena en el cuello. La autopsia del letrado fue dantesca. Una vértebra apareció alojada el el codo por la brutalidad de la agresión.


El juez tampoco era un santo. De todos era conocido como le gustaba frecuentar burdeles ilegales, lejos del beneplácito del Estado. Locales donde ponen a críos a prostituirse tras haberlo separado de los padres por una resolución judicial que curiosamente el mismo juez firmaba.


Supongo que cada uno le gusta que nos la mamen de una forma, pero de ahí a permitir que lo haga un menor de edad ya era un pasote.


He acabado. – sentencié cerrando las comillas de la carpeta.

¡Rolun Grihan! – me gritó.

Hizo un ademán de cogerme del cuello. Suerte que esa gran cadena que le tenía atado del cuello impidió que se acercara más. Aún así pude oler su asqueroso aliento a pescado podrido.


Una lágrima recorrió sus mejillas desde esos ojos azules. Se sentó nuevamente y espero pacientemente que dos funcionarios, tan grandes como dos puertas de templo, lo condujeran al interior de la prisión. El reo no puso resistencia y fue con ellos. Fue la primera vez que lo vi sonreír, parecía como que estaba disfrutando de eso.


Tras recoger mis cosas salí a la sala donde los abogados podíamos tomar café, cerveza o droga.


Un abogado Yok estaba ahí, medio borracho esperando a su cliente. Sus fealdad contrastaba con los dos grandes ojos azules que tenían todos los de su raza.


Sin más me senté a su lado y le pregunté que me quería decir mi cliente con esas palabras

«Rolun Grihan».


El abogado se me quedó mirando como quien mira a una mierda recién cagada, y con las mismas características de asco me contestó:


-Lo hice por ella.


Una vomitona amarilla del abogado me hizo levantarme y sentarme a una distancia prudencial de la miseria yokiana esa.


Abri nuevamente la carpeta , y mientras le daba un gran sorbo al café busqué algo de la vida de mi cliente que se me había escapado. Al poco ya lo tuve delante de mis ojos.


Al parecer el juez, que ahora alimenta a los gusanos, ordenó a los servicios sociales el que se hicieran cargo de la hija pequeña de mi cliente.


Jamás me enteré de más. Algo de mi me decía que esa pequeña acabó siendo prostituida en ese burdel de mala muerte donde el hijo de puta de aquel juez iba a saciar su apetito sexual. Pero solo son conjeturas.


Al día siguiente liquidaron al Yok con una estocada mortal en el cerebro y aquí sigo, defendiendo a miserables.


Quizás algún día sepa algo más sobre el amor y el morir por el, como supuestamente hizo mi cliente, bueno mi ex-cliente ya.


Hoy por hoy solo me quiero a mi mismo.

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QUERIDA ANA (Relato publicado en la antología de relatos "La Magia de los libros").

La mirada uniformada detrás del fusil te hizo soltarme con fuerzas contra el suelo. No te culpo, yo hubiera hecho lo mismo.

Esa fue la última vez que nos vimos. Aún mantengo la esperanza de que tus frágiles manos abran mi interior para que me cuentes cosas, cómo te ha ido en todo este tiempo, o si te casaste al final con Peter. 

Me convertí, casi sin quererlo, en tu confidente, en tu aliada, en tu pañuelo de lágrimas. En definitiva, en tu amiga.

Recuerdo con nostalgia aquella primera vez, porque en todo existe una primera vez, donde nos vimos. Era tu cumpleaños número trece y tu abuela hacía poco que había fallecido. Entre todos los presentes fue a mí a quien dedicaste esa mirada felina y negra llena de ese brillo característico que dejan las emociones más profundas.

Desde ese día fuimos inseparables. Tú me contabas cosas y yo las guardaba bajo llave en mí como un cofre pirata que solo tiene unas pocas monedas de oro pero que es todo un tesoro para ese marino de parche en el ojo y pata de palo. Me gustaba escucharte y que tú me contaras. 

Si echo la vista atrás, espera un momento que lo intente… Ya, parece que encontré el recuerdo...

Parece que fue ayer cuando saliste de la mano de tu padre de tu antigua casa. La fugaz lluvia empapaba, pero no era la ropa lo que te preocupaba, sino el alma. La lluvia en la ropa te puede dejar constipada un tiempo, la del alma son muy difíciles de sanar, y aun cuando crees que estas curada te pueden venir recaídas.

Cuando llevabais caminando un buen rato bajo las gotas grises que impactaban contra vosotros como flechas de un arquero apostado en un lugar donde no puede verse, divisaste ese frio edificio donde tu padre trabajaba. Poco, o nada más bien, os podíais imaginar tanto tu hermana como tú que detrás de tantas oficinas y demás utensilios de trabajo se encontraba todo un hogar. Un hogar, que aunque no era todo lo acogedor que te hubiera gustado, lo fue por cerca de dos años. No podías confiar allí dentro en nadie más que en mí. 

Una de tus primeras confidencias bajo la tenue luz de una vieja lámpara fue que quién iría a leer las desventuras de una adolescente que no se hablaba con su madre, o que sentía celos de su hermana por ser, a los ojos de todo el mundo, la más lista, la más guapa o la más buena.

Ay, mi niña… tengo tanto que decirte. Ponte cómoda que te cuento.

Desde que me soltaste de la mano pasarían horas hasta que alguien me recogió del suelo. Junto a mí descansaban esparcidos billetes falsos de ese juego que tanto te gustaba jugar, «La Banca». Los soldados estuvieron un tiempo tirando todo por el suelo buscando el poco dinero que os quedaba, o la comida que guardabais en el desván.

La persona que me recogió entre lágrimas no fuiste tú, sino la señorita Miep. Debo mi existencia a ella, pero ni tan siquiera me preguntó nada, solo se limitó a llevarme hasta un lugar oscuro y frío. Era como un cajón enorme donde compartía espacio con dos lápices, uno de ellos mordido hasta el extremo, y varias hojas con muchos números anotados.

No te puedo decir cuánto tiempo pasó, el suficiente supongo, ya que memoricé toda la secuencia numérica de esos papeles, pero lo cierto es que fui trasladada a una casa muy grande y bien iluminada, nada que ver con nuestro hogar. 

La señorita Miep me buscó un buen lugar para respirar un poco de aire puro, y no el oxígeno viciado que respiraba dentro de ese cajón.

Una fría mañana, llamaron al timbre de casa con ese sonido tan peculiar de campanitas que tanto nerviosismo me daba. Al principio, a los meses de nuestro último adiós, notaba cómo el corazón me latía a mil al escuchar esa campanita angelical. Imaginaba que tus dos grandes ojos felinos estarían detrás de esa puerta marrón y que pronto me contarías de ti, me pondrías al día de todo este tiempo sin saber una de otra, pero nunca eras tú la que venía. 

Nunca nadie me contaba nada, ni me sacaban de paseo. Pasé mucho tiempo sola, acompañada con libros de autores que ni conozco y que poco me podían decir de ti.

Esa mañana fue distinta a todas las demás. Al abrir la puerta escuché cómo la señorita Miep hablaba emocionada con un señor que de momento ignoraba quién era. 

Su voz era grave, llena de arrugas propias de un corazón que ha sufrido mucho. Aun así me era familiar su tono. No sabía dónde la había escuchado, pero la conocía.

Al rato noté las ásperas manos del señor sobre mí. Una gota salada cayó sobre mi cuerpo. Tardé tiempo en comprender que era una lágrima que se había escapado de una prisión donde había estado recluida por mucho tiempo, donde estaba prohibido llorar.

Fue al mencionar tu nombre cuando ya supe quién era ese señor. 

Me puse contenta al reconocer a tu padre. Había cambiado bastante, parecía como si hubiera envejecido años. Si pudiera, en ese momento, describir qué era la felicidad, la hubiera descrito como el instante donde te llevan a volandas hasta el Paraíso, donde no tienes por qué preocuparte porque alguien te está protegiendo entre sus brazos. Solo debes dejarte llevar.

Pensé que en breve estaría contigo nuevamente. Me equivoqué.

En lugar de eso me pasé largas noches contándole cosas nuestras a tu padre. Intimidades que sellaste conmigo y que nunca deberían de haber salido. Siento en el alma si te fallé, pero no podía resistirme.

No te preocupes, él nunca me preguntó nada, solo lloraba mientras yo le contaba.

Cada cosa que le decía, la apuntaba en una libreta vieja. Con cada palabra que salía de tus letras, él asentía con un silencio que duraba una eternidad. Creo que, según sea la voz de su silencio, uno puede conocer el sufrimiento del otro. Tu padre, por lo que transmitían las arrugas de su rostro, había sufrido mucho, pero no creo que fuera simplemente un daño físico, sino uno más interno, uno que te arraiga tu ser con toda su fuerza y te arrastra a lugares que es mejor no ver nunca.

Tu padre hizo algunos cambios. Para empezar, me cambió el nombre. Yo le aseguraba que me llamaba «Kitty». Él decía a todo el mundo que yo me llamaba «Diario». «¡Que nombre más horrible!» pensaba. Si al menos me hubiera puesto como titulaste en mi exterior, «La casa de atrás». 

Él parecía no prestar atención sobre algunas cosas. Hizo miles de tachones en sus notas, y puso cosas que jamás salieron de mí. Bueno, de ti. 

En el fondo pienso que lo hizo porque se escandalizó al saber que no querías tanto a tu madre como hubieras deseado, o aquellas cosas típicas de la pubertad y el renacer sexual que un padre no debe escuchar jamás de su hija.


De tu colección de libros sobre mitología romana o aquellos de Cissy Van Marxveldt, no tengo ni idea dónde pueden estar. Espero no me preguntes. 

Gracias a ellos, y a muchos más que te traía la señorita Miep te hizo todo más ameno. Te pasabas el día leyendo o contándome cómo te había ido la jornada, si habías discutido con la señora Van Daan. Sentías que nadie te entendía en ese cobijo que llamabais hogar.

No eras del todo consciente, me temo, que mientras estabais en ese refugio improvisado, afuera el mundo parecía estar detenido mientras lloraba lágrimas de sangre. Europa se estaba desangrando y solo ponían tímidas vendas para parar la hemorragia.

Pero todo cambió, mi niña. El bien ganó al mal y ese ejército de aliados que habían desembarcado en Sicilia, tal como me contaste, habían llegado al continente a través de Francia y poco a poco habían echado a esas personas de mal corazón que tanto mal habían generado.

Al tiempo todo volvió a ser como antes. Bueno, sin ti. Esa herida profunda que tenía a todo el planeta con el corazón encogido fue sanada, aunque costó un buen tiempo. 

El ser humano, pienso, es un animal que es incapaz de comprender por más palos que se le dé. Desde tu partida, guerras y más guerras han asolado todo rastro de humanidad dejando un reguero de sangre, destrucción y egoísmo. Los mandatarios luchan por querer controlar todo, y no se dan cuenta que por más que quieran, no pueden. Mientras el pobre lucha por levantarse, son otros los que pisan su cabeza en el frío barro.

Pero volvamos a la historia que me disperso. ¿Qué te estaba contando?… ¡Ah si, lo de tu padre! Él me llevó a señores que se hacían llamar editores y juzgaban como si fueran dioses, tras un gran bigote y un puro casi tan grande como su ego, lo que es bueno y lo que no. Como si pudieran decir que todo cuanto siento es mentira. Uno de ellos dijo eso mismo que tu dijiste… «A quién le va a interesar las historias de una adolescente, judía, además».

Finalmente, los nudillos de tu padre aporrearon la puerta correcta. Debo decirte que tu padre jamás descansó hasta ver cumplido tu sueño de verte convertida en escritora.

No pasó mucho cuando ya estaba en las imprentas de todas las grandes ciudades.

Hoy no solo le cuento tus intimidades a tu padre, del que hace tiempo no sé nada, sino a millones de personas que mantienen el aliento a cada página pasada. Sus ojos reflejan la emoción que voy narrándoles, como si fueran ellos los que estuvieran en esa habitación compartida con el dentista, ¿cómo se llamaba realmente? Tú lo bautizaste como Albert Dussel, pero dudo que ese fuera su verdadero nombre. 

Alguna vez escuché a alguien decir que no habías aguantado las atrocidades de esos nazis y que tu hermana y tú descansabais lejos en algún lugar juntas con más personas. O que tu madre murió con la esperanza de abrazarte, o que Peter, ese chico que compartía contigo hogar, y que llegaste incluso a sentir algo especial por él, acabó sucumbiendo al hambre y al frío en un campo de concentración.

Las condiciones que pasasteis las ignoro. Por más que me cuenten no podré nunca ponerme en tu piel. Jamás quise saber más. 

Me apenaba pensar que estabas tirada en una zanja envuelta en un polvo blanquecino que te va comiendo tu ser. No me importa, sé que donde estés sigues viva en cada letra que sale de mí.

Escuchando todo eso, ya entiendo un poco ese silencio de tu padre. Un padre jamás debe irse antes que sus hijos. ¿Cuántas conversaciones se desvanecieron? ¿Cuántos sueños por cumplir te robaron? Si me pongo a pensar en cada una de las respuestas a todas esas incógnitas, seguro que la tristeza se apodera. No, quiero recordarte por cómo eras, por cómo me mirabas cada vez que te sentabas en ese escritorio compartido con Dussel y me contabas cómo te sentías verdaderamente. 

La gente solo ven de nosotros una máscara. Nos pasamos media vida interpretando el papel de víctima atormentada hasta que nos damos cuenta que la vida, de no ser disfrutada, se desvanece como esos amores primaverales, donde al principio todo es mariposas en el estómago y luego sale ese ácido que te corroe las entrañas hasta ser escupida.

Por cierto, no quiero despedirme sin decirte que te has equivocado. Son millones, como te digo, las personas que quieren saber la vida de una adolescente judía de 1942. Los malos igual ganaron temporalmente una batalla, tú has ganado la guerra.

No hay que olvidar que la magia de los libros nunca muere por más que otros se afanen en callar las mentes que hicieron que todo esto que llamamos humanidad merezca la pena.

Tu «Kitty».

Manuel López Hueso
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